04 agosto 2011

Los pacientes impacientes.




Como viene siendo habitual desde hace un par de meses, todos los miércoles me dirijo a la cita con mi Psiquiatra-Psicólogo.
Por la módica cantidad de 90 eur y durante una sesión de no más 50 minutos, trato de vomitar sobre un diván todos aquellos episodios indigestos que quedaron asidos a varios de mis órganos. Corazón. Útero. Cerebro. Mientras tanto, el Doctor, asiente y empatiza conmigo, pero en ocasiones es necesario que me introduzca sus dedos en la garganta de la memoria. Y sus nudillos desanudan los de mi estómago. Cuando la arcada.

Ya de por sí , entre otras fobias, padezco de manía persecutoria, por lo que el trayecto desde el metro "Alonso Martinez" a la consulta, en Sagasta, lo hago siempre de forma precavida, mirando de un lado para otro por si me encuentro con algún inoportuno conocido y me pregunta dónde voy:

- Holavoyacasadeunamigoarecogerelafinadordelaguitarra. Tengo pensado responder.

Allí he conocido a un paciente interesante: Víctor. Al principio, nos cruzamos únicamente un par de veces, en el pasillo de la recepción. Lo cierto es que es alto y guapo a rabiar, pero eso no es lo que más me atrae de él, sino su historia. Víctor despierta en mi una especie de complejo de Edipo sin precedentes que me hace desear ser su amante bálsamo, su tranquilizante sin receta, su madre refugio.

Es por eso que desde el primer momento decidí ir con antelación a la consulta. Las paredes de la clínica son finas y desde la sala de espera, puedo escucharle hablar con el Psiquiatra, incluso tomo notas en mi agenda: conociendo sus debilidades, me será más fácil convertirme en su fortaleza.

Desde entonces, los miércoles se han convertido en mi gran motivación. Sin embargo, lejos de solucionar mi problema, lo he proyectado sobre un sujeto distinto al anterior, rozando los límites de la obsesión.

Sin embargo, aquel miércoles, para mi sorpresa, Víctor me estaba esperando a la salida. Sin mediar palabra y señalando mi receta, fuimos paseando hasta la farmacia más próxima cogidos de la mano de la Mirtazapina, en silencio. Porque Víctor no me habla, sólo me besa.

Ya en su casa brindamos por la Distimia que nos une y después de la segunda botella de vino y de fumarnos un par de porros liados con papel de un Test de Rorschach -elegimos uno en que yo veía un corazón y él, dragones- dormimos abrazados el uno al trauma del otro.

A la mañana siguiente, cuando despertamos, ninguno de los dos estaba allí.

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